Impresiones

LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA Y UN DÍAS

MANU LEGUINECHE – 1988

Manu Leguineche (1941-2014) es autor de muchas de las crónicas que han llenado los periódicos de mi vida, un periodista influyente, omnipresente en los medios del siglo XX, y a la vez poseedor del prestigio derivado de ser independiente. Leo que creó la Agencia Colpisa, por ejemplo, lo que da idea de su peso en la información española de la época. Recientemente volvió a ser noticia por algún aniversario, quizá los ochenta de su nacimiento, ocasión en que fue protagonista de un documental en la televisión pública. Es cuando leí un texto en Facebook de Félix Maraña que hablaba de sus cualidades literarias que él se habría negado a explotar y es cuando me decidí a leer, es decir, comprar, algo suyo. Iberlibro estaba prohibitivo, a raíz del documental, supongo, y lo dejé pasar.

Hasta mi excursión a la Villa del Libro en Valladolid, Urueña, pueblo amurallado donde el folklorista Joaquín Díaz se instaló hace muchos años y donde atraídos por el imán de su figura y su fundación se han ubicado unas cuantas librerías que pagan rentas anuales de pocas decenas de euros y reciben un flujo más que suficiente de turistas culturales, o del vino, muchas veces camino de Galicia o de simple ruta por Castilla. Primera Página es una de ellas y está regentada por dos vascos, Tamara Crespo y Fidel Raso, una pareja que dejó su vida en la ciudad para regentar una librería a la antigua usanza, con más libros viejos que nuevos por mesas y estantes. Ella colabora en radio Nacional y se traslada a menudo a Prado del Rey a intervenir en un programa de radio, y él es más que reputado fotógrafo. Conocieron a Leguineche y quizá por ello tienen numerosos títulos del periodista de Arratzu, el pueblo junto a Gernika. Me debato entre varias obras y por fin tomo el libro que se sale más de la crónica periodística, de la noticia, un libro con el título de La Vuelta al Mundo en Ochenta y Un días. Es de 1988 y lo sacó Ediciones B en una de esas ediciones no por baratas menos amigables, con Manu recortado en la portada sobre un mapamundi en una fotocomposición casi rupestre, previa al Photoshop que parece anunciarlo.

El objeto del libro es recrear la aventura de Phileas Phogg, que no es Willy Phogg, su equivalente en monicaco animado, que apostó en 1872 que era posible dar la vuelta al mundo en ochenta días y lo logró. El protagonista de Verne guarda enorme atractivo, ese gentleman reloj andante que hizo mis delicias los días de juventud en que, no recuerdo el motivo que me animó, decidí hincar el diente a la famosa novela. Aunque me imagino que simplemente me dije “hay que leer algo de Verne”. Ha resultado ser una de las novelas de mi vida, por la mera razón de que me recuerdo ajeno a todo, solamente disfrutando de unas aventuras vertiginosas que sin embargo se intentan someter a un trazado exacto, el de la lucha contra el reloj.

Ahora, un siglo después de La Vuelta al mundo en Ochenta Días, el viajero no es Phileas sino Manu y la odisea tiene el encanto de preguntarse qué ha cambiado desde entonces. De entrada, la llegada a la era del avión, que disminuye al mínimo las rutas de barcos de pasajeros y complica emular al protagonista del novelista francés. Pero también la intensificación o más bien glorificación de la burocracia.

El Canal de Suez es el principal obstáculo en el viaje a causa de la sombra de Jomeini. Leguineche logra por fin embarcarse en un barco de trabajadores egipcios con destino a la India, el tifón, Hong Kong, Sri Lanka, Osaka, Los Angeles, y Londres de nuevo tras un cómodo crucero en compañía de unas simpáticas damas yankis. Son episodios del viaje alrededor del mundo del cronista cuarentón.

En este libro de viajes hay otros muchos protagonistas, pero el primero, quizá involuntariamente, es su autor. Un curtido periodista de 1987 que inicia viaje desde el mismo Club Reformista de Londres que describió Verne pero sumido ahora en plena decadencia en la era Thatcher, y lo hace con una máquina de escribir electrónica a pilas, una navaja vizcaína, dos máquinas de fotos, rollos de película japonesa, un antifaz para dormir, puros habanos y canarios, cuadernos de notas italianos, lápices de colores chinos, pilas españolas, radio de Taiwan, un breviario de proverbios francés, whisky escocés y coñac de Cognac, crema solar surafricana, caramelos suizos pero también una toalla que adora y un cargamento de medicamentos, que empleará.

Es una época en que los viajes no se elegían ni contrataban desde el smartfon sino mediante múltiples llamadas de teléfono o tras visitas a despachos de compañías navieras, o autobuses, por no decir a funcionarios más o menos estrictos. Porque recalco que el viaje debe hacerlo por los mismos medios que narró Verne, es decir, sin usar el avión, solo barcos, autobuses, trenes y taxis. El título es ya un spoiler por lo que no desvelo nada si digo que Manu pierde su apuesta pues en época de Verne paradójicamente era más fácil la hazaña que hoy, en que no hay rutas marítimas para turistas con la frecuencia con que las había entonces. El principal reto es pasar a la India con permiso del Ayatollah por el Canal de Suez. Ahí comprobamos que no nos las habemos con un viajero cualquiera, sino con alguien que tiene una agenda de teléfonos digna de un rey.

En el viaje sabemos del mundo árabe de cuando Jomeini, la China de Den Xioping, la India tras Indira, y una Norte América de Reagan analizada de costa a costa desde la humilde tribuna que puede constituir un asiento de autobús por quien parece el fantasma chusco de Kerouac. Manu va conociendo diferentes personajes, en los vagones, en las cubiertas de los barcos, en los despachos, que confirman o matizan los conocimientos que su vasta trayectoria informativa y su curiosidad intelectual le hacen atesorar. Pero por más que pongo objeciones a la idea me interesa resaltar la impresión que me queda de que su aventura parece una caricatura (que él no hace deliberadamente), una parodia del viajero de hoy, el turista que nos narra mil y una aventuras de sus vacaciones, todas cercanas al hotel o la aduana, y una caricatura de los cronistas que llenan periódicos e informativos con relatos sobre zonas en conflicto o simplemente exóticas desde un escenario cercano a los hechos, en aparente ejercicio metonímico, parte por el todo, con un punto de vista por tanto ajeno a la vida real de las gentes del lugar, por más que los reporteros transiten los lugares que estas habitan. Son las reglas del juego, es lo que Leguineche ve en 81 días de 1987 de viaje a ras de tierra y mar por el mundo.

Más que su síntesis de las problemáticas de las zonas geopolíticas del mundo, salpicada de entretenida erudición, me da de lleno su personalidad, su latido, su visión del mundo, su estilo sencillo y eficaz, sus modos de reportero del viejo mundo, que fuma habanos en las estaciones y come a pan y mantel allá donde encuentra ocasión.

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Escribir es una de las cosas que me hace sentir bien, que me hace sentir. Fanzine Uhane, Sifón y ahora Vaga. Y algunos libros autoeditados: Doloras y más cosas, Los Papeles del abuelo y Marmar. También he realizado un documental, Itsasoan.

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