Aztarnak,  Impresiones,  literatura

El inestimable tiempo
que nos regala la enfermedad.

Con 18 años estuve ingresado por una infección durante 10 días en una clínica de Bilbao. Además de a una experiencia limite con mi propio organismo, me enfrenté a una experiencia limite con mi espíritu: descubrí, en una breve novela de bolsillo, la existencia del “otro lado”, su enorme poder, su perpetua exigencia y su recurrente consuelo. Conocí también las puertas de ese “otro lado”, esas que permiten a uno, no siempre sin riesgo, ir y volver de un lado al otro. Así es, una novela de Hesse, El Lobo Estepario, me descubrió dos cosas que para mi fueron muy importantes en adelante: la individualidad, mi propia individualidad, y ese “otro lado” que es la literatura. Aun cuando ese autor no es ya una preferencia en mi caso, el impacto que su lectura me produjo aun reverbera en el hangar de mis recuerdos.

Imagen de una jornada de huelga en Bilbao en los años 20.

La enfermedad de nuevo se ha cruzado en mi experiencia con la literatura: El pasado 24 de diciembre me comencé a sentir mal. Mitad por responsabilidad social y no dar oportunidad al virus, mitad por pura necesidad de descansar, decidí no ir a la cena familiar de nochebuena. Un día tan señalado es difícil pasarlo por alto, abstraerse de todo lo exterior y hacer como que todo es lo mismo que otro día cualquiera. No, el 24 es un día que, para cada uno, pesa como una losa. Pero lo logré, y lo ha sido gracias a un libro que incomprensiblemente calló en mis manos: El Botín de un tal Julián Zugazagoitia.

Me lo he leído de un tirón entre la tarde-noche del 24 y el siempre anodino día 25 y con el he podido viajar hasta el Bilbao de los años 20, conocer y reconocer a algunos personajes que de alguna forma habitaban ya en mi álbum familiar. Esquemáticos prototipos humanos referidos en decenas de sucedidos, historietas, revelaciones paternas, confesiones maternas y en la imaginación formada a partir de mi tendencia a escudriñar fotografías antiguas en las que siempre trataba de penetrar en la mirada opaca de las figuras en blanco y negro de los pocos retratos familiares que quedaban.

Con la lectura de El Botín he podido sentirme trasportado a aquellos años y andar por las calles que anduvieron sus personajes y respirar el ambiente del Bilbao de aquellos años de lucha, trabajo y algarabía; unos años en los que Europa se mataba en las trincheras. He podido imaginarme ese Bilbao de los años 20, cargado de represiones y de ilusiones y que pronto se cancelaría con violencia de una época intolerante, oscura y miserable. Ese Bilbao que llegó a nuestra generación sólo a través de imágenes simplificadas por la nostalgia nacionalista, por la mitificación revolucionaria o por la tergiversación franquista.

En aquellos años hombres y mujeres se debatían entre la fe en el antiguo dios y la fe en el nuevo hombre, adaptándose a los drásticos cambios del paisaje rural y urbano, a la despersonalización creciente del trabajo y de las relaciones de familia; a la deshumanización fruto de la gran máquina industrial. Entre ellos, imagino, como puedo, a mis abuelos, uno abrasándose en Marruecos, en el servicio militar, y el otro abrasándose en la boca del alto horno de Sestao; al tiempo, mis abuelas trataban de sacar un jornal en labores de costura o a través de la pequeña huerta familiar.

En pocos años, el autor de esta novela acabaría fusilado en una pared en Madrid, mis abuelos, uno en la cárcel y el otro muerto a edad temprana con los pulmones quemados. Mis abuelas no sobrevivieron a esos cuarenta años de dictadura aunque pudieron sacar adelante a sus hijos e hijas.

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