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La Pared Este del Cementerio

Imaginémonos la escena: dos ruidosos y desvencijados camiones rasgan la virginidad del alba según se aproximan al extremo sur de la pared este del cementerio. Mantienen sus focos encendidos pues el sol apenas anuncia a estas horas una tímida alborada sobre el cielo invernal. Con ademán marcial seis soldados bajan del primer camión y se cuadran a pocos metros de la vieja pared de ladrillo. Del segundo camión descienden dos militares de mayor rango y dos funcionarios, estos últimos, con la parsimonia propia de la rutina del trabajo y de la insensibilidad ganada en ella, invitan a bajar a dos hombres. Impedido por tener las manos atadas a la espalda y debilitado por el cansancio, por el entumecimiento de sus huesos y por el miedo, al saltar de la cama del camión uno de los presos trastabilla; al momento, en un gesto de instintiva humanidad, uno de los soldados ha tenido reflejos para sostener su fusil con una sola mano y con la otra poder sujetar a tiempo al hombre por su brazo y evitar que caiga. La mirada de desaprobación del militar de más rango no pasa desapercibida al grupo. El hombre, todavía sujetado por el brazo, le lanza una mirada de agradecimiento. Sin sus gafas, perdidas en el traspiés, cabecea oteando el suelo en su busca. Antes de que el soldado pueda recogerlas del suelo el mando grita tajantemente: —¡Vamos, vamos, no las necesita para este viaje!.

Sin prolegómenos, sin ritual piadoso alguno que pudiera tornar tan miserable momento en algo más digno, sin espacio para las despedidas, para las frases memorables, sin testigos imparciales excepto el sol que asoma, ahora si, tímido, por el horizonte, son dispuestos los dos sentenciados de cara a la pared. A la voz de mando del sargento seis descargas de fusil zanjan dos vidas de forma inapelable. Sus cuerpos, como trapos, son arrastrados por dos soldados hasta una fosa excavada a pocos metros de la pared y sepultados por unas rutinarias paladas de tierra, por una mirada culpable y por varias miradas de desprecio.

Era el 9 de noviembre del 1940 y los ejecutados se llamaban Francisco Cruz y Julián Zugazagoitia. La apatía de aquellos dos funcionarios y la de otros funcionarios que les sucedieron, la indecencia de aquellos y de otros militares que les sustituyeron en sucesivas ejecuciones siguió creciendo con cada uno de los 2500 asesinatos cometidos en la pared este del cementerio de la Almudena.

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