Se dice que el amor es cosa de química; yo sostengo que es cosa de física. La razón más clara es que, a fin de cuentas, la química no es más que física a nivel nanoscópico; si esto no es suficiente, aun se puede decir más.
Piénsese en el amor, en todas sus formas y en todos sus niveles. Respecto a sus formas, desde lo puramente carnal a su expresión más sublime e inaprehensible, verán que el amor tiene que ver más con la dinámica de fluidos que con el alma. Apreciarán que tiene más que ver con los campos electromagnéticos, con las fuerza de atracción como las de los imanes, que con difusos conceptos como el de humanidad. Admitirán conmigo que el amor provoca efectos poderosos por medio de gigantescas fuerzas invisibles y a distancia como la propia atracción gravitatoria newtoniana y aún diría más, en un sorprendente giro antitético, cumple con los principios de la mismísima teoría de la relatividad siendo que el amor es una realidad que se evidencia de forma especial sólo cuando ponemos el punto de atención en él. Si aún no lo ven con la prístina claridad con que lo veo yo, recuerden que, además, el amor provoca una presión sobre todas las sustancias emocionales de manera constante y uniforme más propia de ley de pascal que de la de cualquier ley o mandamiento bíblico.
El alma, el espíritu, la psique, o como se le quiera llamar a este principio humano y humanizador, y aun sus primos lejanos la moral, el cariño, la piedad, la solidaridad, no son sino compuestos estructurados mayormente con moléculas de amor y en la que la distinta disposición, carga y características de sus elementos subatómicos dará ser a las distintas expresiones de dicho amor: fraterno, filial, carnal o incluso el simple amor simpático por las cosas.
La sabiduría popular, sabia y certera, acierta en ello cuando reconoce, durante siglos y en todas las culturas, que “el amor mueve el mundo”.